4.9.07

Doce

Fernando estaba acostumbrado a mandar. Era el típico hombre autosuficiente, fuerte, seguro de sí mismo… pura fachada.

Sin embargo ella era todo lo que él no sabía ser.

Deseaba convencerla para construir juntos la vida según él la entendía, hacer que ella encajara en sus fórmulas de pareja perfecta… Pero, pese a que hubo amor, ella no cedió a sus deseos.

De hecho se dio cuenta de que algo raro ocurría: él la trataba como a un objeto precioso que hay que cuidar y proteger. Siempre observándola como algo que puede romperse. Y ella no lo soportó. Quiso ser delicada, decirle suavemente que no se sentía preparada para una relación tan exigente, que prefería dejarlo antes de hacerle daño… Fernando, sorprendentemente, le dio la razón. Pero le dijo que estaría ahí cuando ella regresara a buscarlo.

No regresó. Era libre.

Tras dos meses, por las noches, Fernando sudaba, envuelto en pesadillas. Estaba convencido de que su dinero y su capacidad de convicción eran suficientes para hacer de ella una esposa perfecta. Sólo tenía que insistir…

Ya lo había decidido unilateralmente. Compró un anillo. Lo guardó en un cajón esperando que ella llamara, convencido de que lo haría. Pero el teléfono no sonaba. Una de esas noches salió a buscarla. No estaba en su casa. Nadie abría la puerta. Ella solía quedarse en la playa en esa época del año: decía que le gustaba ver amanecer. - Menudo fastidio- pensó.

Tuvo que dejar el coche lejos porque la arena era muy fina. Comenzó a caminar con el estuche del anillo en el bolsillo. Hablaba sólo, ensayando lo que le diría al verla. Pero a medida que se acercaba se iba poniendo nervioso. No le gustaba pisar la arena. Pensaba que debajo debía haber bichos ocultos preparados para picarle con sus aguijones. Sentía cierto asco al oír el sonido de la arena bajo sus zapatos. Insectos que le miraban con sus ojos multiplicadores… Casi había olvidado a lo que iba cuando vio unas sombras en la orilla, tras las dunas. Debía ser ella.

No podía imaginar que no la encontraría sola.